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domingo, 2 de noviembre de 2014

Había una vez un circo...

¡Bienvenidos al increíble mundo del circo!

No me gusta nada el circo, nunca me ha gustado, pero tengo mis muy sólidos y particulares motivos para esa animadversión. La primera vez que me llevaron a un circo debía tener alrededor de unos 6 o 7 años.  Fue una experiencia terrible. 

En aquella época, en casa no teníamos televisor, solo radio, y mi única evasión -ademas de inventarme y "vivir" mis propias fantasías en mi habitación- era el cine que me habían descubierto a la muy temprana edad de 4 años. Cuando me hablaron del circo supuse que era algo así como el cine pero en vivo y aquella sola (y errónea) evocación hacía hervir mi infantil imaginación.

Cuando llegó aquel circo a la ciudad -no recuerdo cuál pero a mi memoria viene el nombre de Circo Atlas, de los hermanos Tonetti, que en aquella época estaba de moda-, la empresa empapeló con con sus llamativos carteles todas la calles de A Coruña, incluido mi barrio. Me debí poner tan pesado -siempre fui un niño muy testarudo (y creo que lo sigo siendo, terco y niño)- que mi madre, no muy aficionada a ese tipo de espectáculos, decidió llevarme, supongo que para que dejase de dar la tabarra.

El circo de los hermanos Tonetti, muy de moda en los años sesenta y setenta.

La carpa estaba instalada en una explanada situada donde hoy está la Casa del Agua, detrás del estadio de Riazor, y para ir desde Os Castros, mi barrio coruñés de nacimiento, había que tomar dos trolebuses: uno hasta el centro y, desde allí, otro hasta la entonces llamada Ciudad Escolar. 

Tan ilusionado estaba y con tantas ganas de que el mundo entero supiese que me llevaban al circo que, durante el trayecto en el primer trolebús, comencé a cantar en voz alta, con toda la capacidad que daban de sí mis pequeños pulmones, una cancioncita cuya única letra era: "Vamos al circo, vamos al circo, vamos al circo..." 

Reconozco que mi madre, que debía estar abochornada con mi actitud, me advirtió dos o tres veces antes de optar por medidas más drásticas. Pero como yo era muy pertinaz, seguí con la puñetera cantinela hasta que mamá se hartó y me arreó un guantazo del que todavía me acuerdo. Afortunadamente, no tenía la zapatilla a mano. Y es que las madres no se andaban con chiquitas en aquella época. Todavía hoy, cuando estoy tranquilamente escribiendo en alguna cafetería y entra uno de esos niños repelentes, maleducados y malcriados, dando el coñazo a todo el mundo mientras sus padres pasan de todo, me acuerdo de la bofetada de mi madre y pienso qué de buena gana le daría yo un buen sopapo al pequeño monstruo si fuera su padre. Gracias a Dios, no tengo hijos.

Total que, por si volvía a avergonzarla, mi madre decidió no tomar el otro trolebús y hacer el segundo trayecto andando. Aproximadamente, media hora más tarde, asfixiado por la caminata y todavía con la cara ardiendo por el bofetón, llegamos al circo cuya función había empezado ya hacía rato. Al entrar, el olor a serrín mezclado con el de los excrementos de los animales me dio otro bofetón, este en todas las narices, e igual de perenne en mis recuerdos de la infancia que el primero.

Como pudimos, encontramos un par de sitios libres pero muy esquinados, concretamente casi al lado de la puerta por donde salían los artistas y las bestias, lo que me permitía ver muy de cerca -demasiado cerca- el espectáculo. Allí pude comprobar la decadencia del circo: los animales sucios y malolientes, las ropas zurcidas y con remiendos de los malabaristas y domadores y, lo que fue peor, el maquillaje de los payasos.


¡Qué buen domador de elefantes hubiese dado el rey Juan Carlos!

Recuerdo, como si fuera hoy, que el payaso listo, el clown, se asomó un momento por detrás de un telón, justo en la esquina en donde estábamos sentados mi madre y yo, supongo que para ver cómo iba el número que en ese momento se desarrollaba en la pista. Desde mi privilegiada posición pude comprobar que la gran sonrisa que lucía pintada en su cara era más falsa que el beso de Judas, porque en realidad su gesto y sus labios mostraban un enorme dolor. El payaso se dio cuenta de que yo le observaba y, durante unos segundos, clavó sus ojos en los míos. ¡Tenía la mirada más triste que recuerdo haber visto nunca! Luego, como si se avergonzase de haber sido descubierto en su apesadumbrada realidad, se retiró hacia el interior. ¡Todo era falso! ¡Qué decepción!

Cuando salieron los payasos no fueron capaces de arrancarme ni una mísera sonrisa porque, perdida la inocencia infantil, yo sabía que todo aquello era ficticio y que en realidad los payasos fingían su alegría.

Afortunadamente, años más tarde pude exorcizar mis demonios gracias a los payasos de la tele, Gaby, Fofó y Miliki, que no iban tan maquillados, el primero a cara completamente descubierta y los dos segundos tan solo con dos grandes narices y unas pelucas por toda caracterización.


Los payasos de la tele: Gaby, Fofó y Miliki (clown, augusto y contraugusto).

Hoy siguen sin gustarme los payasos. Pero, para mi desgracia, leo la prensa y sospecho que nuestro país está lleno de ellos.

Primero están los clowns o payasos listos, que tienen la falsa sonrisa pintada permanente en los labios, como Pedro Sánchez, Rosa Díez, Esperanza Aguirre, Zapatero (que además de la sonrisa tiene también la ceja de clown) u otros. Pero mi preferido es, por supuesto, Artur Mas¡Je! Son los payasos que a mí me hacen sonreír.


El clown o payaso listo.

Luego están los augustos, o payasos que se creen listos pero solo son listillos, esos que cuando abren la boca ves cómo se avecina el desastre. A esa especie pertenecen Cayo Lara, Montoro, Aznar, el actual Felipe González y, cómo no, Pablo Iglesias y toda su troupe bolchevique-bolivariana que, como Lenin, van a "tomar el cielo al asalto". ¡Jajá! Estas son las cosas que a mí me hacen reír. 


El augusto o payaso listillo.

Y por último está en contraugusto, o sea, el tonto del culo, el que no da una, el más inútil y torpe de la familia. Aquí el número de payasos es tan elevado que la lista es interminable: Wert, Ana Mato, Gallardón, Fátima Báñez, Cañete... Pero el mayor contraugusto de todos es, por supuesto, Mariano Rajoy¡Juajuajuá! Aquí carcajearía a mandíbula batiente, si no fuera porque dan pena y estos payasos, por no tener, no tienen ni sentido del humor. 


El contraugusto o payaso tonto.

Si esto sigue así, me marcharé a vivir a un país serio, como Italia, donde al menos los payasos que ejercen la política son profesionales, como Berlusconi o Beppe Grillo.


El payaso italiano Beppe Grillo saludando al respetable.

Señoras y señores, bienvenidos al mayor espectáculo del mundo: ¡el circo político! También huele a excremento y serrín, pero os vais a tronchar de risa con sus payasos.

Próximo pase, el domingo 9 de noviembre en Cataluña. Y disculpad que me haya levantado hoy tan cáustico: sobredosis de prensa dominical.

Hasta entonces, buena semana. Sed felices! ;)

2 comentarios:

  1. A mi tampoco me gusta el circo, pero para reír un buen rato no hay como oír a los políticos....¡Es para troncharse"

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    Respuestas
    1. Sí, Conchi, es lo que nos queda: reír por no llorar ;)

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